Lloviznaba, era tarde y no apetecía salir. María, recién instalada en la ciudad, había pasado el día atareada en su nuevo hogar, ordenando aún cajas del traslado y anhelando que Pedro, con quien habría empezado una relación meses atrás, volviera de trabajar de un domingo singular. La ilusión por abrazarle hacía que las horas del reloj no avanzaran y convertían la espera en una eternidad. La llamada causada por un «llego tarde» la animó para organizar una cena más elaborada que su idea inicial.
Recostada en el sofá, lo esperó con la tranquilidad de tener todo preparado. Percibió un ruido de llaves que procedían del rellano. Ese sonido característico le hizo sonreír y sospechar que Pedro estaba a punto de abrir la puerta. No dudó en acercarse al recibidor y segundos más tarde, los enamorados llenarían el vacío que habían sentido durante su jornada desapegados con una infinidad de besos y abrazos.
Gozaron de una cena entrañable, repleta de cariños y miradas de complicidad, valorando su día, hablando sobre sus planes de futuro en una conversación amena que hacían sentirse más unidos que nunca y a la vez, por fin hallados.
Pedro, aturdido tras su interminable día, se adentró en la cama, bostezando y aquejado de dolor de espalda. Ella, en aquel momento distraída tras recibir algunos mensajes al móvil, se percató del sufrimiento y quiso animarle mostrando con ilusión su proyecto pues al día siguiente, emprendería otro capítulo de su nueva vida, incorporándose a un nuevo trabajo, aunque supondría unos días de máximo esfuerzo por un curso de formación. En aquel momento, los dos se dieron cuenta que tendrían que hacer frente a una semana en soledad. María, compadeció del lamento y de la agotadora jornada que Pedro había tenido para ofrecerle que al día siguiente se quedara descansado y no le acompañara al lugar de trabajo.
Y fue exactamente a las 23:43, cuando estalló la gran burbuja de felicidad que desencadenó en la peor de las pesadillas. Acurrucados en la cama, la tensión de Pedro se fue acumulando con tanta intensidad que sus palabras crecieron de un modo poco conveniente. Quizás por sospechas infundadas en su mente y a modo de monólogo reiterativo, ya que no aceptaba ninguna respuesta por válida, la interrogó agresivamente:
- ¿Qué ocurre? ¿Es que no entiendes que quiero acompañarte porque estar contigo es lo que más feliz me hace? Después del día que he tenido hoy ¿así me lo pagas? ¿Por qué lo complicas? ¿Es que no sabes estar bien? Tienes ganas de liarla, ¿no?
María, inmóvil, quedó exhausta ante tales acusaciones. De repente, la fortaleza construida desde el amor se habría quebrado ladrillo a ladrillo. Todas sus ilusiones quedaron confundidas ante unas expectativas que habrían existido solo en su imaginación y ahora se enfrentaba a una incomprensible realidad. ¿Qué había ocurrido con aquella paz que le hacía sentir? Dispuesta a calmarlo y al verlo sufrir sin motivos aparentes, quiso arrebatarle aquellos malos pensamientos, aunque delante del intento frustrado, solo obtuvo más reacción. Toda esa situación se volvió en contra de cualquier acción para consensuar una conversación. Sus palabras eran silenciadas, juzgadas y lo que era peor, eran tomadas como armas que usaría para girar la situación y proyectar sus frustraciones y hacerla responsable.
¿Cómo intentar convencer a alguien que solo ve su propia realidad, que puede estar equivocado y que existen otras perspectivas más positivas? Solo Pedro, al cabo de un tiempo, tomaba aliento y pudo relajarse aunque lejos de tomar conciencia de su ataque de ira. ¿Pero qué ocurriría con ella? ¿Qué de verdad o que escondían las palabras de Pedro? María se hizo estas preguntas una y otra vez para tratar de dar un sentido común entrando en estado de ansiedad, ya que se contaminó de su negatividad y hasta dudaba de sí misma. Empezó un bucle enfermizo de culpabilidad.
Aquella larga noche, los dos enamorados se desvelaron dejándose descubrir quiénes eran en realidad, puesto que no se conoce del todo a una persona hasta que se conoce el mal. Supuso el inicio hacia un fin, o más bien, un sinfín de trampas y pruebas para desenmascarar el nivel de compromiso, de fidelidad y en busca del por qué a todo.
María, con el tiempo, empezó a sentirse poco valorada ya que cualquier movimiento, gesto o palabra que no concordara con lo que pensaba o demandaba Pedro, era interpretado como una señal o una demostración poco afectiva y por ello era criticada cruelmente. Pedro, contrariado por el amor que sentía, le dominaba la inseguridad de perderla y esto le implicaba controlar cada aspecto de su vida, pese a que significara invadir su espacio íntimo y ella, tendría que justificar cada uno de sus pasos. Veía amenazas en el entorno y aunque de palabra se mostrara comprensible (le gustaba que ella fuera independiente) a la hora de la verdad se revelaban desdichas. María ya no sentía placer ni interés por realizar actividad alguna fuera de la relación, tampoco le venía mal, seguía enamorada, pero no sabía cómo comportarse ni qué decir para evitar cualquier tipo de desavenencia, tanto, si hacía porque hacía, como si no hacía porque no hacía. Ella también sentía miedo a perderlo y desconfiaba de las reacciones desmedidas. Y lo peor de todo… estaba dejando de ser ella. ¿Dejar de ser ella por él? ¿Qué sentido tiene dejar de ser uno mismo por otra persona?
Pedro, por su parte, veía como sus sospechas de abandono o desinterés podían ser evidentes. La actitud de María se mostraba cada vez más pasiva y poco tolerante a las discusiones. Estaba desmotivada y no solo nunca aportaba una solución a los conflictos, sino que se sumaba a ellos. Pedro dejó de sentirse especial y único.
Ninguno de los dos se consideraba libre. Cayeron prisioneros de sus propios temores.